Salvar a un perdido

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Salvar a un perdido

 

Por: Santiago Ríos

Mientras contemplaba mis manos empapadas de sangre, y me asfixiaba un susurro interno de – ¿Qué fue lo que hice? – Vino a mí una incógnita más inquietante que la primera – ¿Dónde estoy? – Aparté la vista de mis manos de quirófano y miré brevemente el pequeño contorno de mi espacio. Parecía ser una diminuta habitación blanca, alumbrada por una tenue luz ocre. Estaba solo, o eso parecía, ni un ruido ni sombra hacía mostrar su presencia. Quedé estupefacto por unos minutos, el largo silencio me abrumó y mi ímpetu cobarde me obligó a pararme. Caminé no más de diez pasos por aquella triste habitación. Intentaba exasperadamente hallar un borde o una pared en aquel diminuto espacio, no encontré nada. Parecía que aquel lugar caminaba junto a mi lado, y me impedía tocar su fondo. Desesperado por hallar una salida, redoblé mis pasos con la esperanza de al fin sentir un muro chocando contra mi débil cuerpo; una vez más, nada rozó mi piel. Lo único que cambió fue aquella luz, estaba más oscura, el espacio quedaba de tono lúgubre. Me espanté, salí corriendo desesperadamente, si me pregunta a dónde quería ir, no sabría qué responderle exactamente. Como en todo lado, tras el ocaso viene la noche, así quedó la habitación donde me encontraba, negra y fría. Caí al suelo e intenté olvidar por un santiamén mi extraña situación. Por más que intenté disfrazar el miedo que sentía con luz de salvación, mi pobre imaginación me lo negó. Acepté que estaba perdido tanto en cuerpo como en alma. Volví a buscar una salida, gateé por un largo periodo, pero mi tacto no encontraba nada, solo rozaba lo liso del suelo. A tientas mi mano derecha encontró algo, era fino, pesado y estaba pegajoso – ¿Qué era? – me preguntaba. Mis manos empezaron a sobar aquel misterioso objeto, hasta que di con una respuesta certera, ¡Era un puñal! Tras la revelación de la navaja, mi vista se aclaró como la de un gato en madrugada. Mis entrañas se mojaron, bajé la mirada y vi que un grueso hilo de sangre brotaba de mi abdomen bajo. Me desesperé nuevamente y me desplomé al suelo, fue ahí que perdí el conocimiento. No sé por cuanto tiempo habré permanecido en ese estado, lo único que sé es que cuando abrí los ojos estaba usted parado al frente mío. Es todo lo que recuerdo. Ese fue el inquietante relato que un veinteañero contaba a un octogenario. Tras haber concluido con su relato, el venerable anciano se paró, le tocó el hombro al muchacho y le dijo que permanezca quieto. – ¡Qué buen oyente! – exclamó el pobre hombre, de quien hace un rato acabamos de oír su historia. El anciano se acercó a otro joven de bonitos ojos azules y larga cabellera dorada y le comentó – Ese hombre no es un pecador, tan solo es un desaventurado quien ha perdido todo su juicio – El joven replicó – ¡San Pedro! Aquel miserable es un asesino, ascendió a los cielos gracias a su buena fe, ¿qué pensará el Padre Eterno? – San Pedro con extrema dulzura le respondió a su arcángel – San Gabriel, Dios construyó el Paraíso Eterno no solo a las buenas ánimas y mártires que dan su vida por los demás, lo hizo también para aquellas personas perdidas en el sendero de la luz que abogan por un nuevo amanecer. No todos los malos actos son hechos con conciencia, cuando el alma se encuentra ahogada bajo las tinieblas de la ignorancia, todo mal es justificable. Ahora es nuestro deber salvar aquella alma del mayor mal existente, la ignorancia misma. – Tras estas palabras el ángel alzó vuelo y llevó a este expecador a la diestra de Dios Padre.

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